En los últimos quince años, la idea de ‘teoría
etnográfica’ se ha sumado al pequeño y nunca consistentemente elaborado pool de
ideas-fuerza de las corrientes hegemónicas de la antropología sociocultural
contemporánea, que integran, entre otras, las concepciones simbólicas de
cultura, la idea de que la etnografía es una labor de ‘traducción cultural’, y
la creencia en su carácter ‘inductivo’. En Potlach - Antropología y política tenemos una
mirada crítica respecto de esas tendencias hegemónicas y pensamos que vale la
pena analizarlas y someterlas a debate, atendiendo especialmente a sus
articulaciones mutuas. En esta breve nota crítica, Fernando Alberto Balbi
explora la concepción de la teoría etnográfica en cuanto una forma de
producción teórica imaginativa que deriva de la etnografía entendida como
traducción cutural.
CITAS SELECTAS EN ANTROPOLOGÍA
Da Col y Graeber: La ‘teoría etnográfica’ y el problema de la deriva de la antropología social hacia la intrascendencia
Fernando Alberto Balbi (FFyL-UBA / CONICET)
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| Marcel Mauss. Fuente: Av. Société des Amis du Centre d'Études Sociologiques (SACES). Dominio Público. Licencia: PDM 1.0 |
Hoy, en nuestra sección CITAS SELECTAS EN ANTROPOLOGÍA,
comentamos un pasaje de GIOVANNI DA COL Y DAVID GRAEBER (“Foreword. The return
of ethnographic theory” (HAU: Journal of Ethnographic Theory, 1(1):
vi–xxxv, 2011)[1] sobre el tema de la así llamada
‘teoría etnográfica’. Escriben Da Col y Graeber en el manifiesto inaugural de
la revista Hau:
“...podríamos intentar una definición de la teoría etnográfica: es una conversión de conceptos-extraños que no implica meramente tratar de establecer una correspondencia de significados entre dos entidades o la construcción de una armonía heterónoma entre mundos diferentes sino, más bien, la generación de una homonimidad disyuntiva, esa destrucción de cualquier sentido firme de ubicación que solamente puede ser resuelta por la formulación imaginativa de nuevas visiones del mundo. (...) Intentando establecer una equivalencia entre dos palabras ‘absurdas’, uno termina necesariamente teniendo que usar la propia imaginación, inventando términos y conceptos, inaugurando nuevas conexiones a partir de viejas categorías verbales.” (vii y viii; nuestra traducción)
Lo primero que hay que apuntar es que esta
propuesta esotérica y de tono pretencioso (hay que ver la forma falsamente
casual en que Da Col y Graeber hablan del enorme interés despertado por la
revista y del apoyo a su emprendimiento por parte de referentes de generaciones
mayores a la suya) sería, supuestamente, la carta de salvación para una
disciplina que, a fuerza de tomar sus conceptos de la ‘filosofía continental’,
se ha despeñado en un espiral de intrascendencia. No podemos sino coincidir en
lo de la intrascendencia creciente y en que el recurso a la filosofía
continental es una parte importante del problema. Pero nos cuesta darle la
derecha a Da Col y Graeber en algo más que eso.
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| Retrato de Elsdon Best (Leslie Adkin). Dominio público. Fuente: Museum of New Zealand Te Papa Tongarewa. Licencia: CC0 1.0 Universal |
Por un lado, su diagnóstico de las causas de
la crisis disciplinaria es de una ingenuidad y una autoindulgencia casi
graciosas. Según dicen, en la primera mitad del siglo XX los antropólogos
hacían aportes teóricos originales en base a sus trabajos etnográficos y los
grandes pensadores europeos los tenían seriamente en cuenta. Grandes tiempos,
sin duda. Pero luego la situación se revirtió porque, según nuestros autores, los
académicos de otras disciplinas pasaron a tener “simplemente, demasiado para
saber” (xi; nuestra traducción) debido a la enorme acumulación de conocimiento.
Entonces, esos “extranjeros” (p. xi; nuestra traducción) ―se diría
que maliciosamente, a juzgar por el término elegido por Da Col y Graeber para
mentarlos― se aprovecharon de que la autocrítica antropológica de los ochentas les
había sembrado el campo orégano para, sencillamente, librarse de esa carga
extra que era nuestra disciplina, descartándola en su totalidad como
eurocéntrica. Esto les habría permitido a refugiarse tranquilamente en la
tradición continental de filosofía para escribir sus “historias de amor, o
verdad, o autoridad” (xi; nuestra traducción). Y, al cabo, los antropólogos
terminaron adaptándose a esa situación, “abandonando cualquier intento de crear
términos teóricos que emerjan de su propio trabajo etnográfico para tomar
prestados los desarrollados por pensadores que se basan exclusivamente en la
tradición filosófica occidental” (xi y xii; nuestra traducción). ¡Pobres
antropólogos!: ¡qué falta de carácter, ¿no?! Lo que olvidan aquí Da Col y
Graeber (sin privarse, de paso, de exagerar bastante la relevancia de la
antropología en aquellos tiempos en el marco más amplio del pensamiento social
de Occidente) en su curioso retrato de los-antropólogos-como-víctimas es que la
autocrítica antropológica de los ochentas ya se basaba, precisamente, en la
filosofía continental y en ensayistas varios que, a su vez, se basaban en ella,
y que esa crítica estaba dirigida expresamente contra la consideración de la
antropología como una ciencia. No se trata, entonces, de que perversos
‘extranjeros’ disciplinarios nos hayan descartado en bloque y de que los-antropólogos-como-víctimas,
hayan tenido que seguirles el juego, sino de un suicidio profesional (en grado
de tentativa) desarrollado por la propia elite de las academias antropológicas
centrales. Y hay que decir que, si acaso esos colegas de la elite disciplinaria
se estaban adaptando a algo, era a las condiciones ideológicas y materiales de
la etapa neoliberal del sistema capitalista mundial.
En segundo lugar, al entregarse a tanta
autoindulgencia disciplinaria, Da Col y Graeber dejan pasar también el hecho de
que ese giro hacia la filosofía fue, a la vez, un giro hacia el particularismo
culturalista y que condujo ―como
han observado Maurice Bloch y Tim Ingold, entre otros autores― a
hacer de la enografía, entendida como ‘traducción cultural’, un objetivo en sí
mismo. Así es que, de una manera que resulta casi paradójica, nuestros autores creen
encontrar la solución para el problema de la intrascendencia disciplinar en el ‘regreso’
a la enografía-en-cuanto-traducción siendo que, precisamente, el foco en ella
es una parte del problema tan importante como el tipo de relación entablado por
los antropólogos que se empeñan en estar a la moda con la filosofía. De esta
forma, terminan proponiendo como camino para reconstruir la disciplina uno que
consiste, según ellos mismos admiten en cierta medida, exactamente en lo que la
elite de las antropologías centrales ―de la que, dicho sea de paso, ambos
autores formaban parte cuando lanzaron Hau― viene haciendo desde los
ochenta: el centrarse en la producción de “‘traducciones etnográficas’ de esos
recordatorios excesivos, recordatorios de las maravillas que emergen cuando las
palabras están (felizmente, productivamente) dislocadas” (viii; nuestra
traducción), como sería el caso de los ‘conceptos-extraños’ a que se refieren
en el pasaje de nuestra cita inicial y cuyo ejemplo paradigmático sería el de
‘hau’. La gran solución sería, entonces, recurrir a la producción de
disyunciones o destrucciones del sentido de ubicación capaces de mover a los
etnógrafos a usar la imaginación. No extraña que, para fundar esta propuesta,
Da Col y Graeber invoquen a modo de paradigma a Marilyn Strathern, quien puede
enseñarnos mucho sobre como ‘destruir’ o ‘bifurcar’ lo que tenemos entre manos
pero absolutamente nada acerca de cómo construir conocimiento de una manera sistemática.
Todo cierra maravillosamente: el olvido de que la autocrítica ochentosa estuvo
dirigida contra la idea de que la antropología era o debía ser una disciplina
científica y la ceguera respecto del predominio del particularismo culturalista
de esos tiempos a esta parte desembocan en la invitación a entregarnos
despreocupadamente a la invención arbitraria ―pero, eso
sí, etnográficamente fundada― de la que Strathern es la máxima
referente.
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| Primera página de una carta de Tamati Ranapiri a Elsdon Best. Polynesian Society: Records.Ref: MS-Papers-1187-127-01. AlexanderTurnbull Library, Wellington, New Zealand. /records/22854212 |
Por último, quizás lo más chocante sea la
pretensión de Da Col y Graeber de que su propuesta tiende a “devolver la
antropología a su riqueza conceptual original y distintiva ―a
los conceptos críticos que traemos del campo, sea exótico o urbano―”
(viii; nuestra traducción). Lo chocante aquí no es sólo el que la noción maorí
de hau sea su ejemplo prototípico, aunque esto ya es lo bastante sorprendente
porque ¿cómo podría Marcel Mauss haber ‘traído del campo’ ese concepto si jamás
estuvo entre los maoríes? Pero dejemos de lado el hecho de que Mauss llegó al
hau a través de Elsdon Best y Tamati Ranapiri, aunque no se trata de un detalle
menor. Lo verdaderamente perturbador es la ingenuidad epistemológica y teórica
de la propuesta de Da Col y Graeber. Porque su apelación a la idea de
‘traducción etnográfica’ ―como toda la larga tradición en este sentido, desde Clifford Geertz en
adelante― ignora olímpicamente el hecho de que lo que los etnógrafos hacen no
es, simplemente, traducir (con o sin disyunciones de por medio) los conceptos
de sus interlocutores nativos sino, en rigor, desplegar sus propias
orientaciones teóricas previas para abordarlos, registrarlos, entenderlos,
resignificarlos y, finalmente ―pero sólo si hacen realmente bien su
trabajo―, usarlos para repensar aquellas orientaciones. No deja de ser
sumamente curioso que a Da Col y Graeber se les escape que Mauss hizo
precisamente todo esto con los conceptos nativos de ‘hau’ y ‘potlach’, llegando
en el segundo caso a construir un concepto antropológico de potlach que,
claramente, ya no es la noción de los chinook.[2]
Lo que nuestros autores pierden de vista, en
suma, es que el punto de partida de toda teorización hecha por un etnógrafo no
es la propia etnografía sino la teoría de que él o ella es portador desde bien
antes de escuchar por primera vez hablar del hau, el mana, la República, los
derechos o lo que sea que interese a sus interlocutores lo bastante como para
hablar de ello. Se les escapa que Mauss, Malinowski y otros antropólogos de
aquellos tiempos supuestamente dorados cuando la antropología era leída por los
colegas de otras disciplinas creían que estaban haciendo ciencia, lo que
significa que intentaban hacerla: lo suyo no eran las traducciones
culturales, el dejar a la imaginación volar libremente ni el inventar conceptos
porque sí.
Necesitamos producir teoría, es cierto, pero
no será la supuesta ―y,
en sentido estricto, inexistente― ‘teoría
etnográfica’ lo que nos salve de la intrascendencia.
Notas
[1] El texto de Da Col y Graeber se encuentra en Acceso Abierto siguiendo este enlace: https://www.journals.uchicago.edu/doi/full/10.14318/hau1.1.001
[2] Ver: Abduca, T. 2024: “Presentación. El itinerario de Mauss
(1914-1934)”, en: Mauss, M., Ensayo sobre el don y otros escritos convergentes
(1914-1934). (R. Abduca, Editor). Buenos Aires: Las Cuarenta, pp. III-XXXVI.
(Esta
entrada se basa en una nota publicada el 18/10/2017 en la página de
Facebook Antropología: social).
Publicado bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional



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