martes, 21 de octubre de 2025

Citas Selectas en Antropología: DA COL Y GRAEBER: LA ‘TEORÍA ETNOGRÁFICA’ Y EL PROBLEMA DE LA DERIVA DE LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL HACIA LA INTRASCENDENCIA.

 

En los últimos quince años, la idea de ‘teoría etnográfica’ se ha sumado al pequeño y nunca consistentemente elaborado pool de ideas-fuerza de las corrientes hegemónicas de la antropología sociocultural contemporánea, que integran, entre otras, las concepciones simbólicas de cultura, la idea de que la etnografía es una labor de ‘traducción cultural’, y la creencia en su carácter ‘inductivo’. En Potlach - Antropología y política tenemos una mirada crítica respecto de esas tendencias hegemónicas y pensamos que vale la pena analizarlas y someterlas a debate, atendiendo especialmente a sus articulaciones mutuas. En esta breve nota crítica, Fernando Alberto Balbi explora la concepción de la teoría etnográfica en cuanto una forma de producción teórica imaginativa que deriva de la etnografía entendida como traducción cutural.


CITAS SELECTAS EN ANTROPOLOGÍA

Da Col y Graeber: La ‘teoría etnográfica’ y el problema de la deriva de la antropología social hacia la intrascendencia

Fernando Alberto Balbi (FFyL-UBA / CONICET)


  
Marcel Mauss. 
Fuente: Av. Société des Amis du Centre
d'Études Sociologiques (SACES).
Dominio Público. Licencia: PDM 1.0

        


Hoy, en nuestra sección CITAS SELECTAS EN ANTROPOLOGÍA, comentamos un pasaje de GIOVANNI DA COL Y DAVID GRAEBER (“Foreword. The return of ethnographic theory” (HAU: Journal of Ethnographic Theory, 1(1): vi–xxxv, 2011)[1] sobre el tema de la así llamada ‘teoría etnográfica’. Escriben Da Col y Graeber en el manifiesto inaugural de la revista Hau:

“...podríamos intentar una definición de la teoría etnográfica: es una conversión de conceptos-extraños que no implica meramente tratar de establecer una correspondencia de significados entre dos entidades o la construcción de una armonía heterónoma entre mundos diferentes sino, más bien, la generación de una homonimidad disyuntiva, esa destrucción de cualquier sentido firme de ubicación que solamente puede ser resuelta por la formulación imaginativa de nuevas visiones del mundo. (...) Intentando establecer una equivalencia entre dos palabras ‘absurdas’, uno termina necesariamente teniendo que usar la propia imaginación, inventando términos y conceptos, inaugurando nuevas conexiones a partir de viejas categorías verbales.” (vii y viii; nuestra traducción)  

Lo primero que hay que apuntar es que esta propuesta esotérica y de tono pretencioso (hay que ver la forma falsamente casual en que Da Col y Graeber hablan del enorme interés despertado por la revista y del apoyo a su emprendimiento por parte de referentes de generaciones mayores a la suya) sería, supuestamente, la carta de salvación para una disciplina que, a fuerza de tomar sus conceptos de la ‘filosofía continental’, se ha despeñado en un espiral de intrascendencia. No podemos sino coincidir en lo de la intrascendencia creciente y en que el recurso a la filosofía continental es una parte importante del problema. Pero nos cuesta darle la derecha a Da Col y Graeber en algo más que eso.


Retrato de Elsdon Best (Leslie Adkin).
 Dominio público. Fuente:
Museum of New Zealand Te Papa Tongarewa.
Licencia: CC0 1.0 Universal

 

Por un lado, su diagnóstico de las causas de la crisis disciplinaria es de una ingenuidad y una autoindulgencia casi graciosas. Según dicen, en la primera mitad del siglo XX los antropólogos hacían aportes teóricos originales en base a sus trabajos etnográficos y los grandes pensadores europeos los tenían seriamente en cuenta. Grandes tiempos, sin duda. Pero luego la situación se revirtió porque, según nuestros autores, los académicos de otras disciplinas pasaron a tener “simplemente, demasiado para saber” (xi; nuestra traducción) debido a la enorme acumulación de conocimiento. Entonces, esos “extranjeros” (p. xi; nuestra traducción) se diría que maliciosamente, a juzgar por el término elegido por Da Col y Graeber para mentarlos se aprovecharon de que la autocrítica antropológica de los ochentas les había sembrado el campo orégano para, sencillamente, librarse de esa carga extra que era nuestra disciplina, descartándola en su totalidad como eurocéntrica. Esto les habría permitido a refugiarse tranquilamente en la tradición continental de filosofía para escribir sus “historias de amor, o verdad, o autoridad” (xi; nuestra traducción). Y, al cabo, los antropólogos terminaron adaptándose a esa situación, “abandonando cualquier intento de crear términos teóricos que emerjan de su propio trabajo etnográfico para tomar prestados los desarrollados por pensadores que se basan exclusivamente en la tradición filosófica occidental” (xi y xii; nuestra traducción). ¡Pobres antropólogos!: ¡qué falta de carácter, ¿no?! Lo que olvidan aquí Da Col y Graeber (sin privarse, de paso, de exagerar bastante la relevancia de la antropología en aquellos tiempos en el marco más amplio del pensamiento social de Occidente) en su curioso retrato de los-antropólogos-como-víctimas es que la autocrítica antropológica de los ochentas ya se basaba, precisamente, en la filosofía continental y en ensayistas varios que, a su vez, se basaban en ella, y que esa crítica estaba dirigida expresamente contra la consideración de la antropología como una ciencia. No se trata, entonces, de que perversos ‘extranjeros’ disciplinarios nos hayan descartado en bloque y de que los-antropólogos-como-víctimas, hayan tenido que seguirles el juego, sino de un suicidio profesional (en grado de tentativa) desarrollado por la propia elite de las academias antropológicas centrales. Y hay que decir que, si acaso esos colegas de la elite disciplinaria se estaban adaptando a algo, era a las condiciones ideológicas y materiales de la etapa neoliberal del sistema capitalista mundial.

En segundo lugar, al entregarse a tanta autoindulgencia disciplinaria, Da Col y Graeber dejan pasar también el hecho de que ese giro hacia la filosofía fue, a la vez, un giro hacia el particularismo culturalista y que condujo como han observado Maurice Bloch y Tim Ingold, entre otros autores a hacer de la enografía, entendida como ‘traducción cultural’, un objetivo en sí mismo. Así es que, de una manera que resulta casi paradójica, nuestros autores creen encontrar la solución para el problema de la intrascendencia disciplinar en el ‘regreso’ a la enografía-en-cuanto-traducción siendo que, precisamente, el foco en ella es una parte del problema tan importante como el tipo de relación entablado por los antropólogos que se empeñan en estar a la moda con la filosofía. De esta forma, terminan proponiendo como camino para reconstruir la disciplina uno que consiste, según ellos mismos admiten en cierta medida, exactamente en lo que la elite de las antropologías centrales ―de la que, dicho sea de paso, ambos autores formaban parte cuando lanzaron Hau― viene haciendo desde los ochenta: el centrarse en la producción de “‘traducciones etnográficas’ de esos recordatorios excesivos, recordatorios de las maravillas que emergen cuando las palabras están (felizmente, productivamente) dislocadas” (viii; nuestra traducción), como sería el caso de los ‘conceptos-extraños’ a que se refieren en el pasaje de nuestra cita inicial y cuyo ejemplo paradigmático sería el de ‘hau’. La gran solución sería, entonces, recurrir a la producción de disyunciones o destrucciones del sentido de ubicación capaces de mover a los etnógrafos a usar la imaginación. No extraña que, para fundar esta propuesta, Da Col y Graeber invoquen a modo de paradigma a Marilyn Strathern, quien puede enseñarnos mucho sobre como ‘destruir’ o ‘bifurcar’ lo que tenemos entre manos pero absolutamente nada acerca de cómo construir conocimiento de una manera sistemática. Todo cierra maravillosamente: el olvido de que la autocrítica ochentosa estuvo dirigida contra la idea de que la antropología era o debía ser una disciplina científica y la ceguera respecto del predominio del particularismo culturalista de esos tiempos a esta parte desembocan en la invitación a entregarnos despreocupadamente a la invención arbitraria pero, eso sí, etnográficamente fundada de la que Strathern es la máxima referente. 


Primera página de una carta de Tamati Ranapiri
a Elsdon Best. Polynesian Society: Records.Ref:
MS-Papers-1187-127-01. AlexanderTurnbull
Library, Wellington, New Zealand.
 
/records/22854212 


Por último, quizás lo más chocante sea la pretensión de Da Col y Graeber de que su propuesta tiende a “devolver la antropología a su riqueza conceptual original y distintiva a los conceptos críticos que traemos del campo, sea exótico o urbano” (viii; nuestra traducción). Lo chocante aquí no es sólo el que la noción maorí de hau sea su ejemplo prototípico, aunque esto ya es lo bastante sorprendente porque ¿cómo podría Marcel Mauss haber ‘traído del campo’ ese concepto si jamás estuvo entre los maoríes? Pero dejemos de lado el hecho de que Mauss llegó al hau a través de Elsdon Best y Tamati Ranapiri, aunque no se trata de un detalle menor. Lo verdaderamente perturbador es la ingenuidad epistemológica y teórica de la propuesta de Da Col y Graeber. Porque su apelación a la idea de ‘traducción etnográfica’ como toda la larga tradición en este sentido, desde Clifford Geertz en adelante ignora olímpicamente el hecho de que lo que los etnógrafos hacen no es, simplemente, traducir (con o sin disyunciones de por medio) los conceptos de sus interlocutores nativos sino, en rigor, desplegar sus propias orientaciones teóricas previas para abordarlos, registrarlos, entenderlos, resignificarlos y, finalmente ―pero sólo si hacen realmente bien su trabajo―, usarlos para repensar aquellas orientaciones. No deja de ser sumamente curioso que a Da Col y Graeber se les escape que Mauss hizo precisamente todo esto con los conceptos nativos de ‘hau’ y ‘potlach’, llegando en el segundo caso a construir un concepto antropológico de potlach que, claramente, ya no es la noción de los chinook.[2]

Lo que nuestros autores pierden de vista, en suma, es que el punto de partida de toda teorización hecha por un etnógrafo no es la propia etnografía sino la teoría de que él o ella es portador desde bien antes de escuchar por primera vez hablar del hau, el mana, la República, los derechos o lo que sea que interese a sus interlocutores lo bastante como para hablar de ello. Se les escapa que Mauss, Malinowski y otros antropólogos de aquellos tiempos supuestamente dorados cuando la antropología era leída por los colegas de otras disciplinas creían que estaban haciendo ciencia, lo que significa que intentaban hacerla: lo suyo no eran las traducciones culturales, el dejar a la imaginación volar libremente ni el inventar conceptos porque sí.

Necesitamos producir teoría, es cierto, pero no será la supuesta ―y, en sentido estricto, inexistente ‘teoría etnográfica’ lo que nos salve de la intrascendencia.


Notas

 [1] El texto de Da Col y Graeber se encuentra en Acceso Abierto siguiendo este enlace:  https://www.journals.uchicago.edu/doi/full/10.14318/hau1.1.001  

[2] Ver: Abduca, T. 2024: “Presentación. El itinerario de Mauss (1914-1934)”, en: Mauss, M., Ensayo sobre el don y otros escritos convergentes (1914-1934). (R. Abduca, Editor). Buenos Aires: Las Cuarenta, pp. III-XXXVI.


(Esta entrada se basa en una nota publicada el 18/10/2017 en la página de Facebook Antropología: social).



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 POTLACH – Antropología y Política - ISSN 2953-5891



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